Michael Jordan no ha abandonado el edificio

Esta historia fue publicada originalmente en 2013 cuando Jordan cumplió 50 años, y se está recirculando con motivo de la publicación de la edición en español del libro “El Precio de Aquellos Sueños” de Wright Thompson, y el lanzamiento de The Last Dance en ESPN+ (disponible solo en EE.UU.).

CHARLOTTE, N. C. — Cinco semanas antes de su cincuenta cumpleaños, Michael Jordan está sentado detrás de su escritorio. Tiene vistas a un aparcamiento del centro de la ciudad. El teléfono móvil no deja de sonar encima de la mesa: oportunidades de negocio o propuestas de patrocinio para camisetas. Un equipo rival quiere algunos de sus mejores jugadores, pero no le ofrece nada a cambio. Jordan no lo entiende. En su mano sostiene un puro cubano: aquí se puede fumar.

—Sí, bueno, es como si fuera el dueño del edificio —dice bromeando.

Después de pasar las últimas vacaciones en un yate alquilado de unos cincuenta metros de eslora, llamado Mr. Terrible, la vuelta a la oficina no es fácil. Michael siente que la tranquilidad y el reposo empiezan a desvanecerse. Escucha su voz interior, esa que activa sus rasgos más valiosos y destructivos. Las críticas se meten dentro de su cabeza, se lo comen vivo: «los peores resultados», «es incapaz de construir un equipo», «dueño ausente». Jordan sabe lo que escriben sobre él; siempre lee los informes de prensa que le prepara su equipo. Es consciente de lo que dice la gente. Necesita saberlo. Cuando estás a su lado, parece que siempre está tramando algo, como si Air Jordan aún estuviera ahí, revolviéndose, buscando una salida para anotar. Debe de ser extraño estar atrapado en un combate con el fantasma de tu antiguo yo.

El humo del puro se retuerce. Jordan lleva pantalones de traje y una camisa lisa y blanca, con sus iniciales grabadas sutilmente en la manga. Su identificación cuelga de un cordón sujeto al cinturón. En la parte inferior, aparece su nombre: Michael Jordan, por si acaso alguien no reconoce al dueño de la franquicia, que, además, en otra vida, fue el referente de toda una generación. Todo niño de la década de los ochenta o los noventa tiembla al pensar que Michael Jordan va a cumplir cincuenta años. ¿Qué ha pasado con esos años? A él también le cuesta admitirlo; no es fácil aceptarlo. Pero hoy tiene ganas de hablar, aunque esa media sonrisa y su astuta mirada confirman que está midiendo sus palabras.

—Siempre pensé que moriría joven —dice mientras da golpecitos con los nudillos en la lujosa madera oscura del escritorio.

Hasta ahora, había mantenido en secreto esta visión fatalista. No encajaba con su imagen pública; era más bien extraña. Su madre solía enfadarse cuando hablaban de ello. Simplemente, nunca había imaginado que llegaría a viejo. Era demasiado poderoso, demasiado joven, y la muerte parecía una opción más factible que envejecer lentamente. El universo podía llevárselo por delante, pero era imposible que fuera a sufrir ese lento e infame deterioro. Un trágico accidente podría haber acabado con él. Desde luego, esto no se lo esperaba: algo tan común como el dolor de rodillas o problemas de vista no podían doblegarlo.

Esta noche, de pie en su cocina, entrecierra los ojos para poder ver el televisor de su apartamento. El gesto no le pasa desapercibido a su amigo Quinn Buckner.

—Necesitas gafas —dice Buckner.

—Veo bien —responde Jordan.

—No digas tonterías, puedo ver perfectamente cómo tratas de enfocar la mirada —dice Buckner.

—Veo bien —insiste Jordan.

El televisor está integrado en la moderna chimenea de piedra de su apartamento. Ubicado en el centro de la ciudad, las ventanas dan a South Tryon Street. En una mesa auxiliar, hay una botella abierta de merlot Pahlmeyer. Buckner, antiguo escolta de la NBA y locutor de los partidos de los Pacers, está en la ciudad para retransmitir un encuentro. Han estado hablando sobre el cumpleaños de Jordan y acerca de los cambios en su vida. Parece que todos vienen de golpe. Jordan cree que está en un proceso de transición. Dentro de tres semanas, se marchará de su casa de Chicago para instalarse en su nueva casa de Florida. Está comprometido. En realidad, está lidiando con las consecuencias de su propio instinto competitivo. Nunca deja de hacerse preguntas incómodas. ¿Qué está dejando atrás? ¿Qué le depara el futuro?”

Encontrarse a Jordan en un estado introspectivo es como cruzarte por la calle con un búho moteado. Pero aquí está, cuestionándose a sí mismo. Su prometida, Yvette Prieto, y su amiga Laura se ríen junto a la isla de la cocina. Jordan vuelve a encender su cigarro; sale humo de nuevo.

—Oye, cincuenta no son nada —dice Buckner.

Parece que el maldito número esté por todas partes.

—¡Joder! —continúa Buckner—. Cincuenta.

Menea la cabeza.

—¿Te lo puedes creer? —murmura Jordan.

Y es como si se lo preguntara a sí mismo.


UN DÍA ANTES, Michael había cogido un vuelo de Chicago a Charlotte. Era un trayecto que había repetido en multitud de ocasiones, pero esta vez era completamente distinto. Cuando su avión privado despegó y puso rumbo al sur, dejó de vivir oficialmente en la ciudad a la que se mudó en 1984. Los últimos meses se habían consumido rápidamente y habían dejado esta ráfaga final de cajas y embalajes. Acababa de empaquetar la primera mitad de su vida. Cumplir cincuenta años le ha supuesto experimentar muchas emociones: ira, esperanza, decepción, alegría y desesperación. Pero, recientemente, ha surgido un sentimiento que habría disgustado a la versión de sí mismo de los treinta años: la nostalgia.

“El embalaje y la clasificación empezaron años atrás, tras el divorcio. Una noche, en la mansión de las afueras de Chicago, se plantó delante de su armario junto a Estee Portnoy. Ella gestiona sus negocios y, desde el divorcio, gran parte de su vida personal; es su mejor consejera. Era la una de la madrugada y no sabían qué hacer con una caja fuerte. Jordan no la había abierto desde hacía muchos años y no recordaba la combinación. No podían hacer nada más hasta que la caja fuerte estuviera abierta. Tenía diez intentos para acertar la clave, en caso contrario, la caja se bloquearía y tendrían que volar la puerta para abrirla. Ninguna de las combinaciones habituales funcionó. Fallaron las nueve combinaciones que introdujeron; solo quedaba un intento. Jordan se concentró: tenía que ser su fecha de nacimiento junto con el número de algunos dorsales de sus viejos equipos. Introdujo seis dígitos: 9, 2, 1, 7, 4, 5. Clic. La puerta se abrió de golpe y dejó ver su contenido: la medalla de oro de los Juegos Olímpicos de 1984. Aunque, ahora, no parecía de oro: estaba manchada…, había cambiado, era una versión opaca de sí misma.

Los recuerdos se amontonaron en su cabeza, se acordó de cómo era en 1984. «Entonces puede decirse que era muy puro, inocente —me diría más tarde—. En 1984 era puro… Vivía en un sueño». Durante los Juegos Olímpicos, Nike estuvo negociando con él para firmar el primer contrato de publicidad de zapatillas deportivas. Además, Jordan solía socializar e intercambiar pines con otros atletas. Ocho años más tarde, cuando ya era la persona más famosa del mundo y la organización no permitió que el Dream Team se alojara en la Villa Olímpica, se llevó una gran decepción, pues aquel aislamiento no le permitía tener contacto con los demás atletas.

Jordan vio un viejo par de pantalones cortos que no le entraban. Encontró la primera edición de las Air Jordan. En su laberíntico trastero de Nike, contó cerca de cinco mil cajas de zapatos, algunas de las cuales marcó para quedárselas. También encontró el equipamiento del Dream Team. Un empleado le entregó las cartas que escribió a sus padres cuando aún era un simple estudiante de la Universidad de Carolina del Norte. Cuando las leyó, lo que más le llamó la atención fue lo normal que parecía aquel chico. A pesar de la multitud de premios que ha ganado desde entonces, no había logrado que ese chico sobreviviera. El chico de las cartas todavía no conocía la riqueza, la fama y la presión. Les contaba a sus padres las notas que sacaba, las prácticas que hacía y cómo era la comida del campus. Siempre necesitaba dinero. Una carta terminaba con esta frase: «P. D.: Por favor, enviadme sellos».

“Durante día y medio, Jordan enloqueció de rabia porque creía que había perdido dos de los anillos de campeón ganados con los Chicago Bulls, el número 3 y el número 5. Puso la casa patas arriba chillando: «¿Quién ha robado mis anillos? ¿Quién me ha robado el número 5?».

—Estoy hablando de un maldito ataque de locura —explica.

Cuando lograron el último título de la NBA, los Chicago Bulls le regalaron un estuche con seis ranuras en su interior; una para cada uno de los anillos. Pero Jordan nunca se había preocupado de reunirlos. Al encontrarlos esparcidos por la casa, metió aquellos que tenía en la ranura correspondiente. Entonces empezó a retocar su testamento para asegurarse de que, si los anillos que faltaban salían a la venta después de su muerte, se le devolvieran inmediatamente. Sabía que comprar un duplicado no serviría de nada. Aunque no se lo dijera a nadie, él sabría que eran falsos. Finalmente, los anillos que faltaban aparecieron en una sala de trofeos. El estuche de los seis anillos estaba completo. Podía respirar de nuevo y seguir empaquetando.

También encontró viejas grabaciones familiares donde aparecían sus hijos. Ahora estaban todos en la universidad. Su ropa de entrenamiento había ido acumulando polvo al lado de sus zapatos de béisbol y una colección de bates y guantes. Era sorprendente cuánto le gustaba todo eso. «A los treinta, todo sucedía muy rápido. Nunca tuve tiempo para pensar en las cosas que me estaban ocurriendo, en todas las teclas que estaba tocando. Ahora, cuando miro atrás y recuerdo todo esto, aparecen muchos pensamientos distintos: ¡Dios! ¡Me había olvidado por completo! No estábamos quietos ni un segundo. Ahora, por suerte, puedo detenerme y pensar en lo que significó. Y eso solo puede querer decir una cosa: me estoy haciendo viejo».

Ríe. Sabe perfectamente cómo suena. Son las palabras de un hombre en plena crisis de la mediana edad que recuerda con nostalgia algo que nunca volverá a ocurrir.

—Me gusta recordar. Para mí es muy importante. Cuando veo partidos de baloncesto, es lo que hago la mayor parte del tiempo. Me encantaría seguir jugando. Renunciaría a todo para volver atrás y poder jugar un partido. ¿Cómo puedo reemplazar todo eso? —me pregunta.

—No puedes. Simplemente, aprendes a vivir con ello.

—¿Cómo?

—Es un proceso.

LA BÚSQUEDA DE SU PASADO continúa en Charlotte. Jordan y su mejor amigo, George Koehler, se abalanzan sobre el iPad intentando encontrar en el mapa la primera casa de Michael en Chicago.

En cierto modo, es muy poético que George esté aquí. En 1984, la primera vez que Michael aterrizó en Chicago y salió del aeropuerto, pudo comprobar que los Bulls no habían mandado a nadie a recogerlo. Era un chico de provincias, estaba nervioso e inseguro. Entonces un joven conductor de limusinas se le acercó y lo llevó hasta su destino. Ese era George: no se ha separado de él desde entonces. Están juntos la mayor parte del tiempo. Jordan confía completamente en él. Koehler puede ser la persona del mundo que tiene más contactos de deportistas famosos en su agenda. Por tal motivo, una de las mejores formas de contactar con Michael es llamar a George.

—¿Dónde estás buscando? —pregunta George señalando el iPad.

—Essex Drive —responde Jordan, que ha localizado su calle—. Recuerdo que el primer día que llegué fui a ese McDonald’s y me pedí una puta McRib.

El sótano de esa casa estaba completamente reformado: tenía un jacuzzi y una mesa de billar que podía convertirse en un ping-pong. Charles Oakley y Rod Higgins (un alero de los Bulls que ahora dirige las operaciones de mercado de los Bobcats) vivían cerca de su casa. Los tres pasaban muchas horas jugando en ese sótano, escuchando una y otra vez el primer álbum de Whitney Houston. El año pasado, Jordan estaba sentado en el banquillo de los Bobcats con Curtis Polk, su abogado y directivo del club. De repente, Polk recibió un mensaje de texto: Whitney Houston había muerto. La noticia afectó profundamente a Jordan. No eran íntimos amigos, pero la muerte de Houston dejaba al descubierto su propia mortalidad. Empezaba a medir la distancia que separaba esos partidos de ping-pong en Essex de su cincuenta cumpleaños.

—Tuvieron más de una pelea ahí abajo —dice George, riendo.

—Yo y Oak —responde Jordan.

Higgins está de pie con ellos y también mira el mapa.

—Solía machacarlo en la piscina —dice Jordan, asintiendo hacia Rod.

—Yo lo recuerdo distinto —apunta Higgins.

—Matar o morir —contesta Jordan—. Perder es la muerte.

Siempre hay una sombra que empaña las historias de esa casa en Essex Drive. James Jordan reformó el sótano para su hijo. Hizo todo el trabajo él solo; nunca habría permitido que Michael pagara por algo que podía hacer por su cuenta. El primer invierno, mientras Michael estaba fuera de la ciudad para jugar el All-Star, las tuberías se congelaron. Su padre echó abajo las paredes y reemplazó las tuberías dañadas. Más tarde, volvió a levantar las paredes y las pintó. Tardó más de dos semanas en arreglar la casa de su hijo. James y Mike; de eso se trataba. Desde el principio, este ataque de nostalgia iba de eso.

Queridos Mamá y Pops… Por favor, enviadme sellos.

GEORGE KOEHLER MIRA el anillo que lleva en el dedo. Es el del primer campeonato de los Bulls. Jordan regaló algunas réplicas a su familia y a los amigos más cercanos.

—Nunca te he contado por qué llevo este anillo, ¿verdad? —dice George.

—No —responde Michael.

—Se lo prometí a tu padre. George siempre temió que alguien le robara la réplica que le entregó Michael, por eso la guardaba en casa. James, al que todo el mundo llamaba Pops, un día le preguntó: «¿Dónde está tu anillo? Mi hijo no se gastó el dinero para que escondieras esa mierda en un cajón».

—Me lo creo. Era perfectamente capaz de decir eso —dice Jordan sonriendo.

Cuando George le contó a Pops que tenía miedo de que alguien se lo robara, este contestó: «Si alguien te roba el anillo, “nosotros” te conseguiremos otro».

A Michael se le escapa una carcajada cuando oye eso de «nosotros».

—Me encanta —dice encogiendo los hombros—. Eso también era muy típico de él.

—Después de lo que le pasó —dice George —, decidí llevar puesto el anillo.

Los recuerdos regresan. El día que asesinaron a su padre, tenía programado un vuelo a Chicago. La noche anterior, Pops había llamado a George para que lo recogiera al salir del aeropuerto. George esperó en O’Hare, pero Pops nunca llegó a aparecer por la puerta. Al cabo de media hora, George llamó a Deloris, la madre de Michael. Esta le dijo que esperara. Probablemente, Pops habría perdido el vuelo. Dos o tres horas más tarde, aterrizó el siguiente vuelo procedente de Charlotte. Pops tampoco se encontraba en ese avión. George llamó otra vez a la madre de Michael. Dijo que seguramente habría tenido algún contratiempo, que lo llamaría más tarde. Pops nunca volvió a llamar.

—Cabrón —dice finalmente George, aclarándose la garganta—. Lloré como un niño.

Georges intenta cambiar de tema. Conoce perfectamente cuál es el estado de ánimo de Jordan. Cuando su amigo está triste, acostumbra a quedarse callado, pensativo, encerrado en sí mismo.

—¿Sabes cuántos mates tuve que hacer yo para conseguir este anillo? —bromea George.

—Me hago una idea —le responde Jordan.

Pero el fantasma de su padre permanece en la habitación.

—No llegó a conocer a mi prometida. No pudo ver cómo crecían sus nietos. Murió en el 93.

Jasmine apenas tenía un año, Marcus tenía tres, y Jeffrey, tan solo cinco.

—¿Qué es lo que más echas de menos de tu padre? —le pregunta George.

Pasan cinco segundos, luego diez. Silencio. Se recuesta en la silla, cojeando, su barriga se marca por primera vez. Afuera, el cielo está nublado. Aprieta los labios y se frota el cuello. De repente, parece más viejo. Han pasado veinte años desde que su padre murió, pero aún se le humedece la mirada. Le robaron el Lexus y dos réplicas del anillo de campeones que le dio Michael. Es evidente que Jordan sigue necesitando a su padre. Finalmente, responde:

—Probablemente, estar con él.

“En el suelo, apoyado en la pared, hay un fotomontaje que Jordan trajo de Chicago. Es la imagen de un estadio vacío, oscuro y silencioso. Por las puertas abiertas del túnel de vestuarios sale una luz blanca y brillante que lo reclama. En realidad, se trata de lidiar con las pérdidas: con la vejez, con la jubilación, con la muerte. En la imagen, Michael Jordan camina hacia la luz. No está solo; hay un fantasma caminando a su lado, con la mano apoyada sobre su hombro. Es su padre.

—Las cosas que hacíamos. Estábamos despiertos todas las noches mirando películas de cowboys. Westerns.

Jordan aún mira películas del Oeste de forma compulsiva, es evidente que lo hace para sentir la presencia de su padre. Una de sus empleadas bromeó asegurando que prefería coger un vuelo comercial antes que el avión privado de Jordan: los pasajeros de su avión están condenados a aguantar horas y horas de persecuciones y tiroteos.

—Ya verás. Nombra un western —me dice George—. Michael te va a decir el principio, el nudo y el desenlace.

—Nunca me canso de verlos —dice Jordan—. Me gusta mucho Matt Dillon. Los he visto todos.

—Creo que su western favorito es el mismo que el mío —dice George.

—La verdad es que hay tres que nos gustan mucho —dice Jordan.

—El fuera de la ley —responde George.

—Ese es mi favorito —asiente Jordan.

—Dos mulas … —empieza a decir George.

—… y una mujer —completa Jordan.

—Otro que me gusta mucho es Sin perdón.

—Ese le encantaba a mi padre —dice Jordan.

LA OTRA CARA DE esta progresiva nostalgia es la cantidad de faltas de respeto que siempre le han caracterizado. Él mismo las genera y las alimenta. Puede ser un verdadero imbécil: egocéntrico, prepotente y cruel. Esa es la parte oscura de la grandeza.

Es un depredador, en el sentido darwiniano del término. Detecta y ataca inmediatamente el punto débil de cualquier persona. Por ejemplo, cuando el director general de los Bulls, Jerry Krause, subía al autobús del equipo, Jordan no lo dejaba tranquilo ni un minuto. O cuando los Bulls intentaron fichar a Bill Cartwright, un jugador propenso a las lesiones, Michael lo apodó Medical Bill. También se peleó en un entrenamiento con Will Perdue y con Steve Kerr. En realidad, nadie sabe a cuánta gente ha pegado Michael Jordan.

El origen de esta conducta tiene las raíces en su infancia. Michael estaba convencido de que su padre quería mucho más a su hermano mayor, Larry. Esa inseguridad le motivaba. Algo le quemaba por dentro, y estaba seguro de que, si lograba alcanzar la fama, merecería el mismo afecto. Toda su vida ha sido una constante exhibición de virtudes dirigida a su familia, a sus amigos, a los extraños y a sí mismo. Ha resultado espectacularmente dañino. Si el joven estudiante de esas viejas cartas ha desaparecido, es por culpa de ese instinto depredador. Lo único importante era atacar, dominar y ganar. En la mayoría de las biografías escritas sobre Jordan, especialmente en la de David Halberstam, Playing for Keeps, una de las palabras que más caracteriza a Jordan es «rabia». Michael se ha retirado de las canchas de baloncesto, pero la rabia sigue ahí, es un fuego que sigue ardiendo. Por eso no deja de buscar la redención en los campos de golf o en las mesas de blackjack; por eso invierte tanto tiempo y energía en su equipo de baloncesto; por eso sigue soñando que algún día volverá a jugar.

Michael está en su palco privado del estadio de los Bobcats. Antes de que pierdan el salto inicial, le molesta que uno de sus jugadores esté hablando tranquilamente con uno de los rivales. Hoy se sentará en el banquillo. Quiere enviar un mensaje: el jefe está observando. Antes acostumbraba a sentarse en el banquillo, pero recibió varias llamadas telefónicas de David Stern, comisionado de la NBA, para que se lo tomara con calma y dejara de gritar a los árbitros. Ahora la mayoría de las veces ve los partidos en privado. Por una buena razón. Una vez, cuando era directivo de los Washington Wizards, se enfureció tanto con el juego del equipo que arrojó una lata de cerveza al televisor. El ataque no acabó ahí: siguió acribillando la pantalla con todo objeto que tuvo a mano, como si estuviera en un auténtico tiroteo. Ahora, diez años después, se limita a dar voces.

—Voy a bajar a la pista —dice Michael.

—Pórtate bien —responde alguien de su palco. —Lo intentaré —contesta Michael.

Ya no está en el palco.


SU CÍRCULO DE CONFIANZA queda atrás, reunido en el palco número 27, justo en el otro extremo del vestíbulo de las oficinas ejecutivas. Estee Portnoy está aquí, igual que George. También están Rod Higgins y Fred Whitfield, un viejo amigo de Carolina del Norte y actual presidente de los Bobcats. Están esperando que Jordan regrese. Pasan el rato como pueden, atendiendo algún asunto de trabajo o contando alguna historia.

Antiguamente, cuando Jordan rodaba un montón de anuncios, su equipo de seguridad lo esperaba en la caravana mientras él se encontraba en el plató de rodaje. Una mujer llamada Linda le preparaba la comida. A Michael le encantaban los rollitos de canela, y Linda siempre le preparaba alguna bandeja. Cuando tenía que rodar una escena y se percataba de que alguien de seguridad miraba apetitosamente los rollitos, Jordan se acercaba a la bandeja y escupía en cada uno de los rollitos para asegurarse de que nadie los tocara durante su ausencia.

“Me gusta recordar. Para mí es muy importante. Cuando veo partidos de baloncesto, es lo que hago la mayor parte del tiempo. Me encantaría seguir jugando. Renunciaría a todo para volver atrás y poder jugar un partido.”

Michael Jordan

Tiempo atrás, a finales de los ochenta, en cierta ocasión, abrió el armario de Fred Whitfield y se dio cuenta de que la mitad de la ropa era Puma, y la otra mitad, Nike. Sin pensárselo dos veces, sacó del armario todo el material de Puma y lo arrojó en el suelo del comedor. Acto seguido, fue a la cocina, cogió un cuchillo y despedazó todas las prendas. «Llama a Howard White y pídele que te reemplace toda esta ropa», le dijo a Fred. Howard era su contacto en Nike. Pero aquello no era una simple anécdota. A George le ocurrió lo mismo: se había comprado un par de zapatillas New Balance que le encantaban; un día, Jordan se las vio y le pidió que se las entregara. Se limitó a decir: «Llama a Howard White de Nike».

—Él exige este tipo de lealtad —asegura Whitfield.

—No importa dónde estemos ni con quién, siempre mira qué tipo de calzado lleva la gente —dice Portnoy.

—Es lo primero que mira —apunta Whitfield—. Siempre está mirando al suelo.

—¿Sabes qué es lo más gracioso? —le pregunta Portnoy—. Que ahora yo hago lo mismo.

—¡Como yo! —dice Whitfield entre risas.

Un grupo de ejecutivos de Nike entra en el palco; los acompaña un equipo de la agencia Wieden+Kennedy. Cuando estás rodeado de este tipo de gente, puedes entender que Jordan es el centro de varios universos superpuestos que mueven millones de dólares: Nike, los Bobcats o su propia compañía, con decenas de empleados y contratistas en nómina. En caso de que alguien del círculo de confianza se olvide de quién está al mando, basta con acudir a los nombres que les han adjudicado los miembros del equipo de seguridad. Estee es Venom, George es Butler, Yvette es Harmon, y a Jordan lo llaman Yahveh, la palabra hebrea para referirse a Dios.

Michael está acostumbrado a ser la persona más importante en cualquier sitio al que vaya. Probablemente, también es la persona más importante que alguien puede llegar a conocer. El Gulfstream no espera a nadie; arranca los motores cuando él sube a bordo. Hace poco dejó en tierra a un amigo de Las Vegas que llegó tarde. Lo mismo ocurrió con dos empleados de seguridad. Hace lo que quiere y cuando quiere. Durante un largo viaje a China en el avión de Nike, Jordan se despertó cuando el resto de la tripulación estaba relajándose para poder descansar. No importaba. Encendió las luces y el estéreo del avión. Es una regla no escrita: si Michael está despierto, todo el mundo se levanta. La gente satisface cada uno de sus caprichos y se preocupa para que todos los detalles estén a su gusto, asegurándose de que el coche esté listo cuando aterricen o suavizando cualquier contratiempo. En Chicago, había una persona encargada de llenar los depósitos de gasolina de sus coches.

Hace poco, llamó a su oficina desde una gasolinera de Florida porque era incapaz de llenar el depósito de su automóvil. «¿Cuál es el código de mi tarjeta?», preguntó.

Cuando Jordan fue a visitar a la familia cubana de Yvette en Florida, pudo saborear la vida que había dejado atrás para poder llegar a formar parte de ese circo de la jet set y de celebridades modernas. Los abuelos de Yvette, que apenas hablaban inglés, no eran aficionados al baloncesto ni lo adulaban. Simplemente, se sentó a una mesa con gente que reía y comía comida casera. Así fue su infancia en Wilmington. «Eso ha desaparecido. No puedo traerlo de vuelta. Mi ego es tan grande que necesita ciertas cosas. Por aquel entonces, no necesitaba nada», dice.

Su círculo de confianza es consciente de ese ego. Conocen de primera mano sus estados de ánimo y su rabia. Los conocen mejor que nadie. George suele bromear sobre las marcas que los colmillos de Michael le han dejado en el culo. Pero todos saben perfectamente quién es. En realidad, lo aman. Saben lo atento que puede llegar a ser con la gente que le importa; el día de la madre siempre manda rosas a todas las madres que trabajan para él. También han visto cómo se desmorona después de hablar con un niño de Make-a-Wish; o han podido comprobar lo orgulloso que se siente de sus hijos. Ellos forman parte de esta industria, no son ajenos al insistente acoso de la fama o la dureza y el cinismo que rodean ese mundo. Por tal motivo, mientras ellos consideran que todas estas historias de Michael son divertidas, incluso entrañables, alguien del exterior, alguien que no forma parte de ese mundo, puede quedarse horrorizado, pues únicamente ve a un eterno adolescente escupiendo en la comida o despedazando ropa de otra marca.

Buen ejemplo de ello es el discurso que Jordan pronunció en el Salón de la Fama. Sus amigos no pudieron más que reírse. Pero no todo el mundo lo entendió.

CUANDO HACE TRES AÑOS Jordan explicó en público todos los agravios o atropellos que lo habían catapultado al éxito, sus palabras no hicieron más que confirmar el discurso de aquellos que creen que Jordan es (como dijo un escritor deportivo) «extrañamente amargo» y «que anda perdido, sin rumbo». Una opinión como otra cualquiera. Aunque, ese día, cuando el discurso de Jordan se convirtió en una metáfora del ego hinchado y la falta de conocimiento de sí mismo, es innegable que una sombra apareció en el horizonte.

Si uno vuelve a escuchar sus palabras, tiene la oportunidad de observar cómo se considera Michael en su vida privada: divertido, irónico, confiado, sarcástico, competitivo, etc. No se ve a sí mismo como un atleta de gran talento, sino como alguien que no tolera la derrota. Así pues, ese día, delante de todos (después de tranquilizarse, secarse las lágrimas nueve veces y resoplar otras tantas antes de empezar la primera parte del discurso), confesó que tenía un fuego en su interior, y que la gente «no dejaba de echarle leña para alimentarlo». Entonces comenzó a enumerar a toda la gente que había dudado de él. No olvidó a nadie: desde sus hermanos hasta la gente de la universidad o de la NBA. Incluso hubo una mención especial para su fatal enemigo Jerry Krause: «No tengo la menor idea de quién lo invitó a la fiesta… Desde luego, no fui yo». Fue mezquino, pero sorprendentemente honesto.

Lo que la mayor parte de la crítica le recrimina es que no ha sido capaz de entender cuál es el comportamiento que se espera de un atleta retirado: mostrar una actitud nostálgica y reflexiva. Después de cinco años fuera de las pistas, se suponía que Jordan habría podido experimentar tales sensaciones y las habría cultivado. La gente quería ver al Jordan reflexivo, no a ese que haría lo que fuera para ganar. Esa es la intención de los discursos que se dan en el Salón de la Fama: el mundo debe comprobar que esas estrellas también son humanas. Jordan no pronunció ese tipo de discurso. La razón es simple y obvia: Michael Jordan no se considera una parte del pasado o alguien que reflexiona sobre ese tiempo pretérito. Esa noche no estaba nostálgico. La rabia que había impulsado su carrera no había desaparecido, y no sabía qué hacer con ella. Por tal razón, al final de su intervención, dijo lo más revelador e importante de todo el discurso. Algo que la crítica suele olvidar.

Explicó lo que significaba para él jugar al baloncesto. Lo llamó «su refugio» y «el lugar donde encuentro la paz y la comodidad cuando lo necesito». El baloncesto era el eje de su vida. Y ya no estaba. «Un día de estos, sin daros cuenta, me encontraréis jugando en una cancha con cincuenta años», dijo. La audiencia no pudo más que soltar una sonora carcajada. Entonces la cabeza de Jordan se ladeó, miró desafiante a los asistentes y dijo:

—Oh, no es una broma.

Las carcajadas subieron de tono.

—Nunca digas nunca —apuntó.


JORDAN ESTÁ DECIDIDO A cambiar, paso a paso. Estos últimos años, a pesar de que no soporta el agua, pasa sus vacaciones en un velero únicamente porque a Yvette le encanta. La primera vez que salió a navegar, casi pierde la cabeza. Aunque, en su último viaje, su rabia empezó a desvanecerse. Fue una victoria. No veía baloncesto. Cada mañana se despertaba con el sol, se plantaba en la silla de pesca, y con su caña de pescar sacaba atunes de aleta amarilla junto con sus amigos. Preparaban un gran sushi. Jordan estaba feliz. «Beber y comer, beber y comer, beber y comer», así es como le describió a un amigo sus vacaciones. Totalmente desconectado y bebiendo su tequila favorito. Entonces las vacaciones se acabaron y regresó a su mundo. Volvía a entrar en el juego, y los viejos instintos empezaron a comérselo por dentro.

Fue en Charlotte donde empezó a pensar en bajar de peso hasta los noventa y ocho kilos.

Desde que regresó de las vacaciones, cada mañana ha ido al gimnasio. A la hora de comer le manda un mensaje a su nutricionista para saber qué puede o no puede comer. En realidad, tras dejar atrás las vacaciones y los excesos del paradisíaco Mr. Terrible, tomó una decisión cuando reparó en la cifra que marcaba la báscula: 120. Nueve días más tarde, sentado en su oficina e inmerso en el mundo del baloncesto, ha perdido ocho kilos. Jordan cuenta que es para mantenerse saludable o estar en forma para su cincuenta cumpleaños. Pero en su cabeza hay un objetivo: los noventa y ocho kilos. Un número muy peligroso en el universo de Jordan. Ese es su peso ideal para jugar al baloncesto.

Cuando comenta que Yvette nunca lo vio jugar en directo, dice: «Nunca me vio cuando pesaba noventa y ocho kilos». En la pared de su oficina hay una fotografía enmarcada en la que aparece de joven, elevándose hacia el aro, con las piernas levantadas cerca de su pecho: parece que flota en el aire. Cuando la mira, se le escapa una sonrisa melancólica.

—Pesaba noventa y ocho kilos —dice.

El abismo que separa sus aspiraciones de lo que puede dar su cuerpo aumenta año tras año. Michael asegura que, si fuera al gimnasio después de mirar algún viejo partido de los Bulls, se volvería loco con las máquinas de ejercicio. Es aterrador. No hace mucho tiempo, su hermano Larry, que trabaja para los Bobcats, echó un vistazo por la ventana de su oficina y vio que ocurría algo asombroso en la cancha de entrenamiento: su hermano estaba machacando a uno de los mejores jugadores del equipo en un uno contra uno. A la mañana siguiente, dice Larry con una sonrisa, Michael no llegó a pisar la oficina. Estuvo en los servicios médicos para recuperarse del esfuerzo del día anterior.

—Ahora debes pagar el precio, ¿verdad? —le dijo Larry.

—Apenas puedo moverme —contestó Michael.

No hay forma científica de asegurarlo, pero es innegable que él es el competidor más intenso del planeta. Está condenado a buscar una vía de escape a su furia competitiva. Está enganchado al Bejeweled, ese épico juego de iPad. Ha superado el nivel cien y ahora tiene el título de «demiurgo». También domina el sudoku a la perfección; jugó contra Portnoy y le ganó quinientos dólares. Cuando estaba en las Bahamas, mandó a un empleado a la tienda de recuerdos del hotel Atlantis para que le comprara un cuaderno de palabras cruzadas. Una vez en la habitación del hotel, se enfrentó a Portnoy y a Polk, su abogado: los ganó a ambos. Podía ver todas las palabras al mismo tiempo. En la pista de baloncesto le sucedía lo mismo, no se le escapaba nada. «No hay remedio. Es una adicción. Cualquier persona pediría este talento para alcanzar la fama, pero, cuando lo tienes, ya no lo quieres. Más bien, deseas devolverlo. Pero es imposible, no puedes. Si pudiera deshacerme de él, entonces podría respirar tranquilo», asegura Jordan.

Hubo un tiempo en el que todo el mundo lo veía competir y ganar, como en el sexto partido entre los Bulls y los Jazz en el Delta Center. Ahora practica estúpidos juegos de niños con un pequeño grupo de amigos. El deseo es el mismo, pero el contexto y el valor de lo que está en juego cada vez es más limitado. Durante muchos años, la gente lo adoraba cuando mostraba libremente sus impulsos en las pistas de baloncesto. Ahora, cuando los deja ver en un discurso, la gente lo ridiculiza.

Como suele decir, su autoestima está «estrechamente ligada a su rendimiento en las canchas de baloncesto». Sin el baloncesto, está sin rumbo, a la deriva. ¿Quién soy? ¿Qué estoy haciendo? Durante los últimos diez años, desde que se retiró por tercera vez, no ha parado quieto, moviéndose sin parar, creando distracciones, distanciándose de la realidad. Cuando no tenga más compromisos programados, seguramente llamará a la oficina y les rogará que lo dejen tranquilo durante un mes para relajarse jugando al golf. Pero tres días más tarde volverá a telefonear para que el avión lo recoja y lo lleve a otra parte. Es insaciable. No deja de ocupar su tiempo: propietario de los Bobcats, anuncios y promociones, golf, etc. Y todo eso para ahuyentar de su cabeza ese pensamiento: noventa y ocho kilos. Porque cuando baja de su barco y se encuentra con un equipo cargado de problemas, siente como su instinto competitivo lo golpea y le pide ponerse en forma. Es algo químico. Una idea ronda por su cabeza: ¿podría jugar con cincuenta años? ¿Qué podría hacer contra LeBron?

¿Y si…?

—Todo esto me consume por dentro. Soy mi peor enemigo. Estos impulsos siguen guiando mi vida. Vivo con ello. No sé qué hacer para desprenderme de ellos. Tampoco sé si sabría hacerlo. Aquí estoy, conectado completamente al baloncesto, al juego.

A menudo recuerda todo lo que le enseñó Phil Jackson. El entrenador de aquellos Bulls entendía su forma de pensar y nunca tuvo ningún reparo en indagar en la psique de Jordan. Phil tenía la costumbre de entregar libros a sus jugadores para que los leyeran; en cierta ocasión, le recomendó a Jordan un libro sobre las apuestas y el juego. Era un ejercicio zen para que Jordan pudiera afrontar un nuevo desafío: para encontrarse, primero tenía que renunciar a sí mismo. Siempre que Jordan se obsesiona por volver a jugar, se mete en la cama e intenta dormir. Sabe que cuando se levante, todo será distinto. Es consciente de que no va a alcanzar los noventa y ocho kilos. Nunca más va a ser un jugador profesional. Debe encontrar una forma de dominar esos impulsos para poder disfrutar de la vida que ha creado, para descansar.

—¿Cómo puedo disfrutar los próximos veinte años de mi vida sin que todo esto me consuma? —dice sentado detrás de la mesa mientras su móvil no deja de sonar con llamadas de negocios—. ¿Cómo puedo encontrar la paz lejos del baloncesto?


ESTÁ EN CASA.

Jordan entra en su apartamento. Es un estudio oscuro y moderno, con las tuberías y los conductos de ventilación al aire. El diseño parece masculino, vagamente asiático. A la izquierda hay una mesa de billar con fieltro marrón. Hay ceniceros esparcidos por todas partes. Falta una hora para que los Bobcats se enfrenten a los Celtics en Boston. Mirará el partido desde su silla favorita, una costosa tumbona corta de color marrón.

—¿Dónde estás? —pregunta hacia la parte trasera del apartamento.

La voz de Yvette suena alegre y brillante.

—Hola, cariño —dice ella—. Aquí estoy.

Yvette tiene treinta y cuatro años. Ha trabajado en un hospital y como agente inmobiliario. Ahora es feliz participando de la vida familiar que Michael había perdido tiempo atrás. El año pasado, como de costumbre, Portnoy recibió un regalo de su jefe. Pero esta vez, a diferencia de las otras, venía con una tarjeta. Era de la tienda Papyrus. En el interior de la tarjeta, Jordan había firmado con su nombre. Estee se rio, sobre todo por su sorpresa ante un comportamiento tan habitual y ordinario. Yvette había hecho lo que cualquier persona hace en un cumpleaños. Había comprado una tarjeta. Era de la tienda Papyrus. En el interior de la tarjeta, Jordan había firmado con su nombre. Estee se rio, sobre todo por su sorpresa ante un comportamiento tan habitual y ordinario. Yvette había hecho lo que cualquier persona hace en un cumpleaños. Había comprado una tarjeta para que Michael pusiera su nombre.

Ella es la responsable de todos los cambios. Le ofrece a Jordan la posibilidad de redescubrir a ese chico que escribió las cartas desde la universidad. Dos años atrás, Yvette lo acompañó a Carolina del Norte para visitar a su familia, diseminada por todo el estado. Ella insistía en visitar Wilmington, para que Michael le enseñara donde se crio. Como la mayoría de la gente, intentaba descubrir cómo era él antes de ser famoso. Quería conocer al Michael Jordan que necesitaba que sus padres le enviaran sellos. Sin embargo, para ello, debían conducir durante más de siete horas. Jordan no tenía ninguna intención de hacerlo. Finalmente, se rindió. «Es sorprendente como las mujeres pueden convencerte para hacer algo. Logran que cambies de opinión. Diez años atrás, habría estado discutiendo todo el puto día y me habría salido con la mía. Esta vez has ganado. Es un progreso”.

Esta noche van a llamar a Ruth’s Chris para que les traigan la comida a casa. Yvette y Laura están preparando las ensaladas. Todos los amigos están reunidos alrededor de la isla de la cocina, y el apartamento se llena de risas y alegría. Están limpiando la lechuga. El ambiente es agradable. Michael se mete con Buckner porque se está acabando todo el vino. Nadie se libra de las pullitas que se cruzan unos con otros. George le entrega a Quinn una cara botella de merlot con una pajita doblada dentro. Yvette se pone histérica. Por el sonido de sus risas, era una apuesta entre George e Yvette.

Ella le presiona para que pruebe cosas nuevas. La casa de Florida está casi terminada, y será de los dos. En una conversación entre su personal, la finca del club de golf ha recibido el nombre de «casa de retiro». A los amigos de Jordan les gusta imaginárselo en la enorme sala de estar exterior, relajándose en un gran sofá al aire libre. Todos quieren que encuentre la paz. Esta noche parece haberla encontrado. Al menos, por un instante.

—Cariño —dice Yvette—, ¿puedes traer más vino?

Él entra en la bodega climatizada y sale con uno de sus vinos favoritos. El corcho se desliza y sale suavemente. Las copas se alinean en el mostrador y Michael escancia vino en cada una de ellas. Las entrega a los invitados a medida que termina.

—Aquí tienen, señoritas.


“DEPUÉS DE MIRAR DURANTE más de siete horas partidos y más partidos de baloncesto, algo vuelve a removerse en su interior. Es una auténtica montaña rusa de emociones: ráfagas de furia que culminan en gritos secos, sordas reclamaciones o frustración interior. El hombre de negocios se convierte en un ascua humeante. Las primeras chispas llegan con un debate del SportsCenter. Se enzarzan en uno de esos debates irresolubles. Cada uno se escuda en argumentos ridículos. Es imposible ganar. ¿Quién es el mejor quarterback de la historia, Joe Montana o Tom Brady?

—Estoy impaciente por escuchar lo que dicen —apunta Jordan.

Saca las piernas de la otomana y las estira; lleva solo un pantalón corto y un par de calcetines. Cuando uno de los comentaristas defiende a Brady, Jordan suelta una carcajada.

—Van a defender a Brady porque no se acuerdan de cómo jugaba Montana. ¿No es gracioso?”

Hacerse mayor significa perder ciertas cosas. Y no únicamente la vista o la flexibilidad. Envejecer implica darse cuenta de que tus éxitos pierden valor, de que la gente empieza a despreciarlos porque se miran desde otra perspectiva o son víctimas de la amnesia cultural. La vida de la mayoría de la gente es anónima, y cuando envejecen y mueren, cualquier recuerdo de su existencia desaparece. Al final, todos caen en el olvido. Pero para las personas elegidas de cada generación, aquellas que alcanzan la cima del éxito y la fama, hay una alternativa y un deseo: la inmortalidad. Llegan a creer en ello. Cuando Jordan ya no esté, habrá gente que será capaz de recordarlo. «Aquí yace el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos.» Este será su epitafio. Cuando abandonó las pistas por última vez, estaba convencido de que nada podría empañar lo que había logrado. Esa era su mejor defensa contra el paso del tiempo.

Una antigua leyenda cuenta que cuando los generales romanos regresaban victoriosos a la capital, cada vez que se detenían por las calles de Roma, un esclavo les susurraba en el oído: «Recuerda que eres mortal». Nadie hace eso con los deportistas profesionales. Era imposible que Jordan fuera consciente de que lo más cerca que estuvo nunca de la inmortalidad fue cuando dio los últimos pasos para abandonar las canchas de baloncesto, un momento que, precisamente, tiene inmortalizado en su oficina. Lo único que puede ocurrir después de esto es que los días y los años astillen y erosionen el deslumbrante monumento que levantó con sus propias manos. Quizás ahora sea consciente de ello, aunque puede que no. Sin embargo, cuando ve que ponen en un mismo plano a Montana y Brady, seguro que se da cuenta de que, algún día, su foto estará al lado de la de LeBron James, disputándose el título de mejor jugador de todos los tiempos.

Los tertulianos anuncian los resultados de una encuesta en Internet; han votado 925 000 personas. Empate técnico: cincuenta por ciento votó a Montana; la otra mitad, a Brady. No importa que Montana nunca perdiera una SuperBowl o que, a diferencia de Brady, nunca fallara en las grandes citas. El legado y la grandeza siempre se inclinan a favor de la juventud. Por ahora, el tiempo está del lado de Brady.

Jordan niega con la cabeza.

—No tiene ningún sentido.


JORDAN ESTÁ JUGANDO a su juego favorito. Se pregunta qué jugadores podrían haber triunfado en su generación. «Nuestra generación», no deja de repetirlo una y otra vez. Cree que los jugadores actuales son blandos y caprichosos, y que carecen de la preparación adecuada para jugar al más alto nivel. Todo esto es personal. A él se le comparará con esta generación; además, debe gestionar una franquicia con estos jugadores.

—Te daré una pista —dice—. Tengo cuatro in mente.

Los enumera: LeBron, Kobe, Tim Duncan, Dirk Nowitzki. En ese momento, Yvette entra en la sala de estar y, con un tono de voz familiar para todos aquellos que han discutido de deportes con sus amigos, les pregunta: «¿Necesitáis algo?».

Cuando alguien en televisión compara a LeBron con Oscar Robertson, Jordan se enfurece. Frustrado, pone los ojos en blanco y estira el cuello. «Es absolutamente… —dice, y se queda atrapado en sus pensamientos—. La cuestión es que nadie tiene en cuenta a los jugadores con los que se enfrenta. Su conocimiento del juego…, no es una comparación justa. No está igualado… ¿Podría LeBron triunfar en nuestra época? Sí. ¿Tendría el mismo éxito? Para nada».

Comienza el partido de los Bobcats. Los Celtics los avasallan. Los árbitros no están afortunados. Jordan se levanta de golpe, furioso: está convencido de que son más permisivos con los Celtics porque su equipo está plagado de estrellas.

—¡Vamos, hombre! —grita.

—No va a salir de esta, va a perder el balón —dice Buckner—. Tú hubieras salido airoso de esta emboscada.

Hay un silencio tenso en la habitación. Jordan deja de gritar.

—No lo creo —gruñe.

—Mierda —dice Buckner—. No nos dejemos llevar ahora. Tú y Larry.

Jordan no le hace caso. Está en su mundo.

—¡Eso es falta! —grita—. ¿Ves lo que quiero decir? ¡ESO ES FALTA!

Es una noche hermosa. Jordan sale al balcón de su apartamento del séptimo piso y observa la calle. La televisión está en la esquina derecha. Tiene un puro en la mano. Los Bobcats empatan el partido, pero enseguida vuelven a quedar por debajo en el marcador.

—¡Defensa, defensa, defensa! ¿Quién baja a defender? —grita Jordan—. ¿Y la presión? ¡Pero ¿qué hacéis?! ¡Id a por la pelota!

Los Bobcats van a perder el partido (él va a perder el partido) y no puede hacer nada para evitarlo. Está en el sofá. No hay nada que hacer. Se queda callado durante un minuto. Murmura algo y de vuelta al mutismo.

Cambia de canal para ver el partido de los Heat contra los Jazz. Durante la retransmisión, él es la respuesta a una pregunta que los comentaristas han lanzado a la audiencia. Esta es la cancha donde realizó su tiro más famoso. Jordan señala el lugar desde donde lo hizo. Recuerda lo cansado que estaba al final del partido. Un teléfono móvil descansa sobre su pecho. Estira las piernas sobre una mesita.

—¿Sabes algo de Larry Bird? —dice Jordan.

—Está en Nápoles —responde Buckner.

—Jugando al golf todo el día, ¿verdad? —pregunta Jordan.

—Está aburrido —le contesta Buckner. —¿Crees que algún día volverá a entrenar?

—Estoy convencido de que volverá —dice Buckner—. No me lo ha dicho, pero lo conozco.

Los locutores hablan ahora de LeBron. Lo comparan con Jordan, que escucha cada palabra de lo que dicen. Esas palabras le afectan. Mira fijamente a la televisión y señala un defecto en el juego de LeBron.

—Conozco su juego —dice—. Cuando LeBron penetra por la derecha, normalmente intenta llegar hasta debajo del aro; cuando lo hace por la izquierda, acostumbra a lanzar un tiro en suspensión. Tiene que ver con su mecánica de juego y con cómo agarra el balón antes de soltarlo. Si tuviera que defenderlo, lo empujaría hacia la izquierda nueve de cada diez veces. No tendría otro remedio que lanzar en suspensión. Si le dejara la derecha, iría directo a canasta y no podría detenerlo. Así pues, nunca le dejaría la derecha.

Durante el resto del partido, cuando LeBron coge el balón y empieza una jugada, Jordan predice el resultado: tiro en suspensión o penetración a canasta. Pero no solo está atento al juego de James. Detecta las faltas que los árbitros no pitan y que solo las repeticiones son capaces de probar. Cuando alguien lanza a canasta, es capaz de saber si el balón entrará en el aro. Sabe lo que harán los jugadores antes de que empiecen a moverse. En realidad, está más metido en el partido que muchos de los que participan en él. Está contestando mensajes de texto, metido de lleno en sus cosas, cuando el locutor anuncia un tiro en suspensión de LeBron. Sin mirar a la pantalla, pregunta:

—¿Izquierda?”

La calefacción exterior hace que la temperatura del porche sea cálida. Han pasado unas horas desde la última derrota de los Bobcats. Nadie habla demasiado. George juega a Bejeweled en un iPad. El ambiente está lleno de ruidos de baloncesto: cánticos, el chirrido de las zapatillas al deslizarse por el parqué, la bocina de la cancha, etc. Es la banda sonora de la juventud de Michael Jordan.

En la mano sostiene un puro que enciende de vez en cuando. El chasquido del mechero rasga el silencio de la sala. La llama se refleja en tres ventanas distintas; las sombras parpadean en el rostro de Jordan. Nunca lo admite, pero cualquiera diría que, en su cabeza, sigue en activo, continúa usando su rabia para alcanzar sus propósitos. Todavía sabe cómo jugar. Sería capaz de neutralizar a LeBron si su cuerpo no lo traicionara, si pudiera aguantar en la pista durante el tiempo necesario, si pudiera bajar a los noventa y ocho kilos.


GEORGE SE VA A LA CAMA. Una hora más tarde, termina el último partido de la noche. Buckner se despide y baja en ascensor. Hace rato que Yvette y su amiga Laura se han retirado al dormitorio.

Jordan está solo.

Odia estar solo. Eso significa que no hay ruido. Y a Michael Jordan no le gusta el silencio. No puede dormir sin ruido. Dormir siempre ha sido su talón de Aquiles. Noches enteras jugando a las cartas, aquellas visitas al casino durante los playoffs, etc. Siempre se habían interpretado mal. No eran el problema, sino la cura. Todas estas escapadas y distracciones eran una línea de defensa. No empezó a beber hasta que cumplió los veintisiete y lo hizo porque se lo recomendó un médico para tratar su insomnio. Tómate un par de cervezas y podrás desconectar.

La oscuridad se adueña de la casa. Es casi la una de la madrugada. Jordan abre la aplicación del iPad que controla el sistema audiovisual del apartamento. Todas las noches hace lo mismo. Hoy no es una excepción. Pone el canal de westerns en la televisión del dormitorio. Las películas de cowboys mantendrán a raya la oscuridad, romperán el silencio: podrá descansar.

Es como en los viejos tiempos, Pops y él solos. Jordan se mete en la cama. La película que aparece en la pantalla es Sin perdón. Conoce perfectamente todas las escenas. En algún instante antes del tiroteo de la taberna, se queda dormido.

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